miércoles, 18 de diciembre de 2013

PASIÓN Y MUERTE DEL "MANCHAO"

Relato del dorador
 “Quien te lo iba a decir cuando cantabas, camino de los toros…”
(A. Duque)
Por: Jorge Arturo Díaz Reyes

Ilustración: Cartel. Pag. 20 “Colombia Tierra de Toros” Alberto Lopera, Espasa Calpe, Madrid 1989.

Sucio, desastrado, con la mirada extraviada rondaba las tascas próximas a la plaza de toros, la vieja, la de la carretera de Aragón. Balbuceando, pedía tabaco, una moneda, una copa de vino. Así, había vuelto de América. Ni sombra del bizarro torero, cuyo retrato aun miraba soberbio desde aquel único y amarillento cartel. Ya nadie le llamaba matador.

Unos decían que un toro le había deshecho el cerebro. Otros, que una enfermedad tropical, y hasta hubo quien salió con el cuento del maleficio despechado.

Pensaban que no pensaba, porque tartajeaba incoherente. Sin embargo, revivía imágenes, palabras, escenas, que llenaban, caóticas, la soledad de su memoria.

No era viejo, cuarenta y tres años, pero lo parecía. En primavera, cuando todo renace, él, abandonado en su cuchitril, agonizó sin saberlo, perdido en estos desvaríos… 

Llovía, como llueve, cuando llueve, por el cañón del Dágua. Bajo los encerados, cinco jinetes y su recua de mulas, avanzaban, con frágil equilibrio, entre la selva vertical que desgajaba cascadas, y el abismo, en cuyo fondo rugía el río amarillento y recrecido.

El antiguo dorador, empapado, disfrutaba contrastando esos desafueros naturales con los monótonos días de su primer oficio, cuando las horas ensimismadas se iban ornando, para la virtud o el pecado, retablos de iglesias y molduras de alcobas, en la civilizada Madrid. Era todo tan plano, tan previsible, tan poco heroico, que no lo soportó.

El estruendo del aguacero, la creciente, y el chapalear de cascos, hacía imposible la conversación. Dejándose llevar de la cabalgadura y los recuerdos se abstraía, como ahora, del viaje.

Feliz, había cambiado su sedentario trabajo, por la vida incierta del novillero errante. Contra los ruegos de quienes le querían, durante más de diez años peregrinó tras la fama por ciudades hostiles y aldeas despiadadas, jugándose el pellejo a cambio de monedas, un poco de comida, o a veces de pedradas. Enfrentando públicos y animales de toda catadura, vio matar, vio morir, sufrió cogidas  y cornadas graves. No pocas veces la muerte le perdonó la vida. Sintió el desprecio, la lisonja, el insulto, el aplauso, la volubilidad.  

Ahora, con la ilusión intacta, se internaba de nuevo en este país, de montañas descomunales, donde, desde la guerra colonial no entraban españoles, no conocían la corrida, ni criaban ganado de lidia, sino toros tigreros.

Muchas cosas raras había visto. Pero jamas un diluvio como este, lo peor, es que no se puede fumar – masculló, mientras giraba la cabeza para tratar de comprobar, a través de la cortina de agua, que “Minuto”, el banderillero, aun le seguía.

Curtido, a fuerza de aguantar, insistir y aguantar, había logrado que aficionados y empresarios se fijaran en él. Hasta sesenta novilladas llegó a torear en una temporada: Dos arriesgados triunfos en “La Maestranza” convencieron a Don Fernando “El Gallo” de darle alternativa. Se la dio en Barcelona, pero no más le dio. Su padrino, y las otras figuras: “Frascuelo” “Lagartijo” “El Espartero” “Guerrita” “Mazzantini”… no cedían ni compartían sus puestos, la verdad es que con ellos bastaba.

Sin lugar en los carteles, ni en la vida, siguió la ruta de los que no tenían ruta; América, y, al único lugar de América donde podía ir, por esos años, un matador desocupado. A Méjico. Fue, se arrimó, y por fin recibió la paga del torero: dinero rápido, fugaz admiración y sexo fácil. Todo iba bien, pero un motín dio pretexto a Porfirio Díaz para prohibir las corridas durante cuatro años. Eso lo aventuró más al sur; Perú y Colombia..
     
Había que torear. Lo hizo en Acho, de allí, de Lima, venían, él y su cuadrilla. Enterados de una plaza nueva y unas fiestas pueblerinas, se habían embarcado hasta una pantanosa bahía,  y ahora remontaban la cordillera.

Anocheció, escampó, acamparon, comieron, descansaron. Echado boca arriba, fumando, miró las estrellas, preguntándose sí serían las mismas que brillaban en España, así, se durmió el veintidós de septiembre de 1892, el año en que “Guerrita”, celoso, porque habían aplaudido más al “Espartero”, juró no volver a Madrid.

Había nacido con un enorme luna en la cara, por eso le llamaban “Manchao”. Aunque era quisquilloso, el apodo no le ofendía --Es cosas del oficio, pensaba, cada torero tiene el suyo, y entre más feo, más mérito en hacerlo respetar.

La plaza nueva, era solo un armazón de tablas y gruesas cañas (guaduas). Construida junto a un río, en ella, toreó cuatro soleadas y calurosas tardes. Fueron las primeras cuatro corridas modernas, que presenció ese pueblo de 18.000 almas, casas de adobe y techos de paja. Como en México y Perú, en las gradas había gente de diversos colores, aunque más negros aquí.  
Entusiasmados y borrachos, casi todos aplaudían, menos un bravucón, que divertido con sus maneras, su estrafalario traje y sus medias raras, quiso lucirse ridiculizándolo. Los notables, debieron esforzarse después para impedirles un duelo a tiros…

Con estas visiones deliraba “El Manchao” tirado en el camastro, donde la muerte, tan complaciente con él en su época torera, volvió a buscarlo y ya no le quiso perdonar. Había feria en Sevilla. Era lunes, veinticinco de abril de 1900. El año en que “Lagartijo” murió inmortal en Córdoba. El mismo año en que “Desertor” de Miura, mató a Domingo “Dominguín” en Barcelona.

Con el tiempo, una mínima biografía, un retrato y su nombre, junto a los de otros matadores muertos, ocuparían lugar alfabético, en algún diccionario taurino y en una enciclopedia: “Torero de brillo: valiente y seguro con el estoque, gallardo y hábil con los palos y el capote. Mereció más la popularidad y menos la mala suerte de su vida”.

En Cali, aquel caserío lejano, ahora ciudad, donde toreó en la plaza nueva de guadua, junto al río, han levantado una monumental de concreto, siguen dando ceremoniosas corridas y le tienen por precursor. Nunca debió imaginar, que la perseguida gloria le llegaría tan tarde y tan poca. 

(Publicado por la revista “Al Ruedo”, Cali, diciembre 1999)