miércoles, 9 de octubre de 2013

Un profesional de la felicidad

Un profesional de la felicidad
(Publicado por la revista Épocas)
Jorge Arturo Díaz Reyes


 No se si ustedes conocieron a Julito, un amigo heredado de mi padre. A lo mejor algunos, de pronto muchos, porque se metía con todos. Los del Caliviejo no le decían Julito sino “Tobita”, quizá por lo pequeño, quizá por lo gracioso, quizá por lo travieso, quizá por tener algo a mano con que replicar su mamadera de gallo permanente.

--Yo soy de los Valdéz que entraron por Chile, los otros son un poco de negros boxeadores que llegaron por Cartagena— decía sin insidia, con un racismo fingido; él, que no era tan blanco que digamos y se preciaba de haber crecido en “San Nicolás”, de ser hincha del América --desde “La Barra del Guácimo”-- de haber jugado --en ellonchan”, con Severiano-- de haber trabajado en el Ferrocarril del Pacífico, de haberse jubilado en“Colombina”, de tener por único cantante a Leo Marini, por única orquesta “La Sonora”, y por único y abundante trago el aguardiente.

Medía poco más de metro y medio, era proporcionado y usaba un bigotico entrecano que acentuaba una siempre disponible y ladina sonrisa. En medio de su chacota presumía de haber sido “buenopara todo”, y es que presumía de cualquier cosa cada que le daban oportunidad, con un tono que convertía esa presunción en una burla de sí mismo, en un señuelo para traer sus amigos a embromarle, después replicarles y derrotarlos en su terreno. Una especie de presunción a tres bandas.

–¿Julito, verdad que eras bueno para bailar?—

--¡Qué, qué? Las mujeres me hacían cola y a veces formaban unas peloteras de traer policía.

--¿Y para enamorar?—

-- ¡Hombre! Irresistible, pues yo era lindo hasta me decían mi mununeco.


No era un humorista, tenía sentido del humor. No era un cuentachistes, era chistoso. No era un cómico, pero prodigaba comicidad. Cualquier situación la convertía en risible con su chispa, su capacidad de observación, de imitación, de caricatura, y aunque sus ridiculizaciones podían bordear con frecuencia la tolerancia humana, le salían tan jobiales que jamás ofendían; por el contrario, la gente festejaba sus ocurrencias. Igual si eran viejos amigos, recién conocidos u ocasionales interlocutores.


A uno narigón, por ejemplo –Vé, poné la nariz p´al Guanabanal y me avisás si están haciendo pandebono--


Fingía dominar el ingles, y cuando alguien iniciaba una conversación en tal idioma, él apostillaba con una jerigonza como: “O kay, guaris triquis nais, luky strike, pall mal, an di foquing you”, obligando a retomar el castellano.


Cuando alguien quería salirle adelante con una propuesta ventajista, respondía cosas como --¿Sí? Mejor andad cagad que yo os cuido el puesto


No había celebración, paseo, reunión de sus amigos que no quisiese tenerlo de primero, pese, o mejor gracias, a que las parodias de que los hacía víctimas eran para desternillarse, pues poseía un talento mímico repentista, innato y espontáneo. En un segundo recreaba personaje, coreografía, guión y toda lo necesario para una improvisación jocosa. Cualquier tentativa de revancha era peor, pues en el campo de la burla resultaba casi que invencible.


Sin embargo, recuerdo una vez al menos, hace ya tiempo, en que mostró su punto sensible, su talón de Aquiles. Celebrábamos el cumpleaños de Gilberto, uno de sus compinches y versión antagónica suya; serio él, grandote y con un vozarrón de bajo ruso. En medio de la muy alegre y aguardientera reunión, Julito, con gran éxito de público, le remedaba su voz ronca y sus maneras toreras de bailar el pasodoble.

El anfitrión, poco dotado para las chanzas, aguantaba indefenso, aunque nada molesto en verdad, la tempestad de carcajadas. No se si por intentar una gracia o por inclinarse ante el talento, exclamó –Este “Tobita” es todo un bufón


Julito no alcanzó a oír. La cosa siguió, y rato más adelante uno de los contertulios, en la misma tónica, tal vez por darle más cuerda, le dijo varias veces –¡Bufón! Gilberto dice que sos un bufón— Aunque parecía ignorar el sentido preciso del término (no era hombre muy letrado), puso cara seria y en lugar de contrapuntear con uno de sus típicos gracejos, anunció que se iba porque se consideraba ofendido por el dueño de casa.


La concurrencia se alarmó, no solo por su inesperada reacción y por verlo con tragos para manejar, sino por ser el animador de la reunión. Unos y otras, intentaron sin resultado hacerlo desisitir, no valieron disculpas ni explicaciones

Veeean, que se va Julito— imploraban las señoras angustiadas. Cuando ya estaba en la puerta con las llaves del carro en la mano. Acudieron como último recurso a mi hermano, muy de sus afectos, diciéndole –contentalo vos, que a nosotros no nos hace caso


A Jaime no se le ocurrió más que abrazarlo y preguntarle --¿Pero es que no sabés que quiere decir bufón?— Él, sin decir nada, lo miró por encima de las gafas, inquisitivo.

Bufón –continuó muy docto-- es un hombre inteligente, crítico, agudo, con mucha gracia, tanto que antiguamente los bufones eran los hombres preferidos de los reyes...


--¿Sí? ¿Era eso? ¡Ah! Entonces no hay problema— Contestó Julito con el rostro iluminado de nuevo, se devolvió entusiasmado, pidió una copa, la rumba retomó vuelo, siguieron las bromas y las risas. De pronto, coincidió en un sofá con el chismoso y como para borrar el incidente, con su presunción de siempre, quiso farolear.

Sabés que quiere decir bufón¿No?

--¡Sí! ¡Un payaso!— le disparó el otro a bocajarro, sin dejarlo decir más.


Para qué fue eso. Ahí sí, ya no pudimos atajarlo, y como para colmo tampoco lo podíamos dejar ir manejando, nos tocó llevarlo al otro lado de Cali, acabando con la fiestica.


Pasados los años, ya solo, independizados los hijos, decidió retirarse al Cerrito donde también se convirtió en centro de un grupo de alegres veteranos, regresando por unos días cada mes a compartir con los de siempre. Visitas que poco a poco se fueron espaciando hasta desaparecer del todo. Lo extrañábamos, lo citábamos con frecuencia en nuestras conversaciones y de cuando en cuando nos invitabamos a ir por él, acusándolo de ser un ingrato que había olvidado sus amigos; por última vez, el sábado 13 del noviembre pasado, sin que nos decidiéramos al viaje.


El siguiente lunes, festivo por cierto, recibí en mi casa una llamada

--¿Sabés que murió Julito?-- Era Mauricio, uno de sus hijos. Me contó los detalles. El viernes anterior, los vecinos, después de dos días sin verlo abrieron el apartamento, encontraron sobre la cama su cadaver de setenta y cinco años, con un gesto placido en el rostro, y llamaron apresuradamente a sus hijos en Bogotá y Medellin –Parece que murió sin sufrimiento, tal vez dormido— dijo Mauricio, y agregó que dado el tiempo transcurrido, hubieron de cremar el cuerpo con tal premura que no alcanzaron ni a convocar allegados.


Abrumado, con el teléfono en la mano, comprendí que al final, achacoso y limitado, su ausencia no había sido ingratitud sino digna renuncia, generosa y silenciosa decisión de no dar penas a los que solo supo dar alegrías.

La vida se compone de momentos, cada uno irrepetible, por lo que al fin y al cabo, es mejor disfrutarlos que padecerlos. Julito, que nunca posó de filósofo, era maestro en eso; estuviese donde, como y con quien estuviese, la ocasión siempre le fue propicia para estar alegre y alegrar. Era un profesional de la felicidad, no un payaso, un bufón tal vez, pero uno real, como quiso hacernos ver aquella tarde donde Gilberto, un talentoso y maravilloso bufón. Por eso, me quiero consolar imaginando que mientras agonizaba, quizá reía socarronamente pensando en la cara que pondríamos al enteranos de cómo se nos escapaba.
Revista Épocas, Cali II de 2005

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